Nos hallamos en un mundo desconcertante. Queremos darle sentido a lo que vemos a nuestro alrededor, y nos preguntamos: ¿cuál es la naturaleza del universo? ¿Cuál es nuestro lugar en él, y de dónde surgimos él y nosotros? ¿Por qué es como es? Para tratar de responder a estas preguntas adoptamos una cierta «imagen del mundo». Del mismo modo que una torre infinita de tortugas sosteniendo a una Tierra plana es una imagen mental, lo es la teoría de las supercuerdas. Ambas son teorías del universo, aunque la última es mucho más matemática y precisa que la primera. A ambas teorías les falta comprobación experimental: nadie ha visto nunca una tortuga gigante con la Tierra sobre su espalda, pero tampoco ha visto nadie una supercuerda. Sin embargo, la teoría de la tortuga no es una teoría científica porque supone que la gente debería poder caerse por el borde del mundo. No se ha observado que esto coincida con la experiencia, ¡salvo que resulte ser la explicación de por qué ha desaparecido, supuestamente, tanta gente en el Triángulo de las Bermudas! Los primeros intentos teóricos de describir y explicar el universo involucraban la idea que los sucesos y los fenómenos naturales eran controlados por espíritus con emociones humanas, que actuaban de una manera muy humana e impredecible.
Estos espíritus habitaban en lugares naturales, como ríos y montañas, incluidos los cuerpos celestes, como el Sol y la Luna. Tenían que ser aplacados y había que solicitar sus favores para asegurar la fertilidad del suelo y la sucesión de las estaciones. Gradualmente, sin embargo, tuvo que observarse que había algunas regularidades: el Sol siempre salía por el este y se ponía por el oeste se hubiese o no se hubiese hecho un sacrificio al dios del Sol. Además, el Sol, la Luna y los planetas seguían caminos precisos a través del cielo, que podían predecirse con antelación y con precisión considerables. El Sol y la Luna podían aún ser dioses, pero eran dioses que obedecían leyes estrictas, aparentemente sin ninguna excepción, si se dejan a un lado historias como la de Josué deteniendo el Sol.
Al principio, estas regularidades y leyes eran evidentes sólo en astronomía y en pocas situaciones más. Sin embargo, a medida que la civilización evolucionaba, y particularmente en los últimos 300 años, fueron descubiertas más y más regularidades y leyes. El éxito de estas leyes llevó a Laplace, a principios del siglo XIX, a postular el determinismo científico, es decir, sugirió que había un conjunto de leyes que determinarían la evolución del universo con precisión, dada su configuración en un instante.
El determinismo de Laplace era incompleto en dos sentidos. No decía cómo deben elegirse las leyes y no especificaba la configuración inicial del universo. Esto se lo dejaba a Dios. Dios elegiría cómo comenzó el universo y qué leyes obedecería, pero no intervendría en el universo una vez que éste se hubiese puesto en marcha.
En realidad, Dios fue confinado a las áreas que la ciencia del siglo XIX no entendía.
Sabemos ahora que las esperanzas de Laplace sobre el determinismo no pueden hacerse realidad, al menos en los términos que él pensaba. El principio de incertidumbre de la mecánica cuántica implica que ciertas parejas de cantidades, como la posición y la velocidad de una partícula, no pueden predecirse con completa precisión.
La mecánica cuántica se ocupa de esta situación mediante un tipo de teorías cuánticas en las que las partículas no tienen posiciones ni velocidades bien definidas, sino que están representadas por una onda. Estas teorías cuánticas son deterministas en el sentido que proporcionan leyes sobre la evolución de la onda en el tiempo. Así, si se conoce la onda en un instante, puede calcularse en cualquier otro instante. El elemento aleatorio, impredecible, entra en juego sólo cuando tratamos de interpretar la onda en términos de las posiciones y velocidades de partículas. Pero quizás ése es nuestro error: tal vez no existan posiciones y velocidades de partículas, sino sólo ondas. Se trata simplemente que intentamos ajustar las ondas a nuestras ideas preconcebidas de posiciones y velocidades. El mal emparejamiento que resulta es la causa de la aparente impredictibilidad.
En realidad, hemos redefinido la tarea de la ciencia como el descubrimiento de leyes que nos permitan predecir acontecimientos hasta los límites impuestos por el principio de incertidumbre. Queda, sin embargo, la siguiente cuestión: ¿cómo o por qué fueron escogidas las leyes y el estado inicial del universo? En este libro he dado especial relieve a las leyes que gobiernan la gravedad, debido a que es la gravedad la que determina la estructura del universo a gran escala, a pesar que es la más débil de las cuatro categorías de fuerzas. Las leyes de la gravedad eran incompatibles con la perspectiva mantenida hasta hace muy poco que el universo no cambia con el tiempo: el hecho que la gravedad sea siempre atractiva implica que el universo tiene que estar expandiéndose o contrayéndose.
De acuerdo con la teoría general de la relatividad, tuvo que haber habido un estado de densidad infinita en el pasado, el big bang, que habría constituido un verdadero principio del tiempo. De forma análoga, si el universo entero se colapsase de nuevo tendría que haber otro estado de densidad infinita en el futuro, el big crunch, que constituiría un final del tiempo. Incluso si no se colapsase de nuevo, habría singularidades en algunas regiones localizadas que se colapsarían para formar agujeros negros. Estas singularidades constituirían un final del tiempo para cualquiera que cayese en el agujero negro. En el big bang y en las otras singularidades todas las leyes habrían fallado, de modo que Dios aún habría tenido completa libertad para decidir lo que sucedió y cómo comenzó el universo.
Cuando combinamos la mecánica cuántica con la relatividad general parece haber una nueva posibilidad que no surgió antes: el espacio y el tiempo juntos podrían formar un espacio de cuatro dimensiones finito, sin singularidades ni fronteras, como la superficie de la Tierra pero con más dimensiones. Parece que esta idea podría explicar muchas de las características observadas del universo, tales como su uniformidad a gran escala y también las desviaciones de la homogeneidad a más pequeña escala, como las galaxias, estrellas e incluso los seres humanos. Podría incluso explicar la flecha del tiempo que observamos. Pero si el universo es totalmente auto contenido, sin singularidades ni fronteras, y es descrito completamente por una teoría unificada, todo ello tiene profundas aplicaciones sobre el papel de Dios como Creador.
Einstein una vez se hizo la pregunta: « ¿cuántas posibilidades de elección tenía Dios al construir el universo?». Si la propuesta de la no existencia de frontera es correcta, no tuvo ninguna libertad en absoluto para escoger las condiciones iniciales. Habría tenido todavía, por supuesto, la libertad de escoger las leyes que el universo obedecería. Esto, sin embargo, pudo no haber sido realmente una verdadera elección; puede muy bien existir sólo una, o un pequeño número de teorías unificadas completas, tales como la teoría de las cuerdas heteróticas, que sean auto consistentes y que permitan la existencia de estructuras tan complicadas como seres humanos que puedan investigar las leyes del universo e interrogarse acerca de la naturaleza de Dios.
Incluso si hay sólo una teoría unificada posible, se trata únicamente de un conjunto de reglas y de ecuaciones. ¿Qué es lo que insufla fuego en las ecuaciones y crea un universo que puede ser descrito por ellas? El método usual de la ciencia de construir un modelo matemático no puede responder a las preguntas de por qué debe haber un universo que sea descrito por el modelo. ¿Por qué atraviesa el universo por todas las dificultades de la existencia? ¿Es la teoría unificada tan convincente que ocasiona su propia existencia? 0 necesita un creador y, si es así, ¿tiene éste algún otro efecto sobre el universo? ¿Y quién lo creó a él?
Hasta ahora, la mayoría de los científicos han estado demasiado ocupados con el desarrollo de nuevas teorías que describen cómo es el universo para hacerse la pregunta de por qué. Por otro lado, la gente cuya ocupación es preguntarse por qué, los filósofos, no han podido avanzar al paso de las teorías científicas. En el siglo XVIII, los filósofos consideraban todo el conocimiento humano, incluida la ciencia, como su campo, y discutían cuestiones como, ¿tuvo el universo un principio? Sin embargo, en los siglos XIX y XX la ciencia se hizo demasiado técnica y matemática para ellos, y para cualquiera, excepto para unos pocos especialistas. Los filósofos redujeron tanto el ámbito de sus indagaciones que Wittgenstein, el filósofo más famoso de este siglo, dijo: «la única tarea que le queda a la filosofía es el análisis del lenguaje». ¡Que distancia desde la gran tradición filosófica de Aristóteles a Kant! No obstante, si descubrimos una teoría completa, con el tiempo habrá de ser, en sus líneas maestras, comprensible para todos y no únicamente para unos pocos científicos. Entonces todos, filósofos, científicos y la gente corriente, seremos capaces de tomar parte en la discusión de por qué existe el universo y por qué existimos nosotros. Si encontrásemos una respuesta a esto, sería el triunfo definitivo de la razón humana, porque entonces conoceríamos el pensamiento de Dios.
Estos espíritus habitaban en lugares naturales, como ríos y montañas, incluidos los cuerpos celestes, como el Sol y la Luna. Tenían que ser aplacados y había que solicitar sus favores para asegurar la fertilidad del suelo y la sucesión de las estaciones. Gradualmente, sin embargo, tuvo que observarse que había algunas regularidades: el Sol siempre salía por el este y se ponía por el oeste se hubiese o no se hubiese hecho un sacrificio al dios del Sol. Además, el Sol, la Luna y los planetas seguían caminos precisos a través del cielo, que podían predecirse con antelación y con precisión considerables. El Sol y la Luna podían aún ser dioses, pero eran dioses que obedecían leyes estrictas, aparentemente sin ninguna excepción, si se dejan a un lado historias como la de Josué deteniendo el Sol.
Al principio, estas regularidades y leyes eran evidentes sólo en astronomía y en pocas situaciones más. Sin embargo, a medida que la civilización evolucionaba, y particularmente en los últimos 300 años, fueron descubiertas más y más regularidades y leyes. El éxito de estas leyes llevó a Laplace, a principios del siglo XIX, a postular el determinismo científico, es decir, sugirió que había un conjunto de leyes que determinarían la evolución del universo con precisión, dada su configuración en un instante.
El determinismo de Laplace era incompleto en dos sentidos. No decía cómo deben elegirse las leyes y no especificaba la configuración inicial del universo. Esto se lo dejaba a Dios. Dios elegiría cómo comenzó el universo y qué leyes obedecería, pero no intervendría en el universo una vez que éste se hubiese puesto en marcha.
En realidad, Dios fue confinado a las áreas que la ciencia del siglo XIX no entendía.
Sabemos ahora que las esperanzas de Laplace sobre el determinismo no pueden hacerse realidad, al menos en los términos que él pensaba. El principio de incertidumbre de la mecánica cuántica implica que ciertas parejas de cantidades, como la posición y la velocidad de una partícula, no pueden predecirse con completa precisión.
La mecánica cuántica se ocupa de esta situación mediante un tipo de teorías cuánticas en las que las partículas no tienen posiciones ni velocidades bien definidas, sino que están representadas por una onda. Estas teorías cuánticas son deterministas en el sentido que proporcionan leyes sobre la evolución de la onda en el tiempo. Así, si se conoce la onda en un instante, puede calcularse en cualquier otro instante. El elemento aleatorio, impredecible, entra en juego sólo cuando tratamos de interpretar la onda en términos de las posiciones y velocidades de partículas. Pero quizás ése es nuestro error: tal vez no existan posiciones y velocidades de partículas, sino sólo ondas. Se trata simplemente que intentamos ajustar las ondas a nuestras ideas preconcebidas de posiciones y velocidades. El mal emparejamiento que resulta es la causa de la aparente impredictibilidad.
En realidad, hemos redefinido la tarea de la ciencia como el descubrimiento de leyes que nos permitan predecir acontecimientos hasta los límites impuestos por el principio de incertidumbre. Queda, sin embargo, la siguiente cuestión: ¿cómo o por qué fueron escogidas las leyes y el estado inicial del universo? En este libro he dado especial relieve a las leyes que gobiernan la gravedad, debido a que es la gravedad la que determina la estructura del universo a gran escala, a pesar que es la más débil de las cuatro categorías de fuerzas. Las leyes de la gravedad eran incompatibles con la perspectiva mantenida hasta hace muy poco que el universo no cambia con el tiempo: el hecho que la gravedad sea siempre atractiva implica que el universo tiene que estar expandiéndose o contrayéndose.
De acuerdo con la teoría general de la relatividad, tuvo que haber habido un estado de densidad infinita en el pasado, el big bang, que habría constituido un verdadero principio del tiempo. De forma análoga, si el universo entero se colapsase de nuevo tendría que haber otro estado de densidad infinita en el futuro, el big crunch, que constituiría un final del tiempo. Incluso si no se colapsase de nuevo, habría singularidades en algunas regiones localizadas que se colapsarían para formar agujeros negros. Estas singularidades constituirían un final del tiempo para cualquiera que cayese en el agujero negro. En el big bang y en las otras singularidades todas las leyes habrían fallado, de modo que Dios aún habría tenido completa libertad para decidir lo que sucedió y cómo comenzó el universo.
Cuando combinamos la mecánica cuántica con la relatividad general parece haber una nueva posibilidad que no surgió antes: el espacio y el tiempo juntos podrían formar un espacio de cuatro dimensiones finito, sin singularidades ni fronteras, como la superficie de la Tierra pero con más dimensiones. Parece que esta idea podría explicar muchas de las características observadas del universo, tales como su uniformidad a gran escala y también las desviaciones de la homogeneidad a más pequeña escala, como las galaxias, estrellas e incluso los seres humanos. Podría incluso explicar la flecha del tiempo que observamos. Pero si el universo es totalmente auto contenido, sin singularidades ni fronteras, y es descrito completamente por una teoría unificada, todo ello tiene profundas aplicaciones sobre el papel de Dios como Creador.
Einstein una vez se hizo la pregunta: « ¿cuántas posibilidades de elección tenía Dios al construir el universo?». Si la propuesta de la no existencia de frontera es correcta, no tuvo ninguna libertad en absoluto para escoger las condiciones iniciales. Habría tenido todavía, por supuesto, la libertad de escoger las leyes que el universo obedecería. Esto, sin embargo, pudo no haber sido realmente una verdadera elección; puede muy bien existir sólo una, o un pequeño número de teorías unificadas completas, tales como la teoría de las cuerdas heteróticas, que sean auto consistentes y que permitan la existencia de estructuras tan complicadas como seres humanos que puedan investigar las leyes del universo e interrogarse acerca de la naturaleza de Dios.
Incluso si hay sólo una teoría unificada posible, se trata únicamente de un conjunto de reglas y de ecuaciones. ¿Qué es lo que insufla fuego en las ecuaciones y crea un universo que puede ser descrito por ellas? El método usual de la ciencia de construir un modelo matemático no puede responder a las preguntas de por qué debe haber un universo que sea descrito por el modelo. ¿Por qué atraviesa el universo por todas las dificultades de la existencia? ¿Es la teoría unificada tan convincente que ocasiona su propia existencia? 0 necesita un creador y, si es así, ¿tiene éste algún otro efecto sobre el universo? ¿Y quién lo creó a él?
Hasta ahora, la mayoría de los científicos han estado demasiado ocupados con el desarrollo de nuevas teorías que describen cómo es el universo para hacerse la pregunta de por qué. Por otro lado, la gente cuya ocupación es preguntarse por qué, los filósofos, no han podido avanzar al paso de las teorías científicas. En el siglo XVIII, los filósofos consideraban todo el conocimiento humano, incluida la ciencia, como su campo, y discutían cuestiones como, ¿tuvo el universo un principio? Sin embargo, en los siglos XIX y XX la ciencia se hizo demasiado técnica y matemática para ellos, y para cualquiera, excepto para unos pocos especialistas. Los filósofos redujeron tanto el ámbito de sus indagaciones que Wittgenstein, el filósofo más famoso de este siglo, dijo: «la única tarea que le queda a la filosofía es el análisis del lenguaje». ¡Que distancia desde la gran tradición filosófica de Aristóteles a Kant! No obstante, si descubrimos una teoría completa, con el tiempo habrá de ser, en sus líneas maestras, comprensible para todos y no únicamente para unos pocos científicos. Entonces todos, filósofos, científicos y la gente corriente, seremos capaces de tomar parte en la discusión de por qué existe el universo y por qué existimos nosotros. Si encontrásemos una respuesta a esto, sería el triunfo definitivo de la razón humana, porque entonces conoceríamos el pensamiento de Dios.
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